← Visita el blog completo: wildlife-corridors.mundoesfera.com/es

Creación de Corredores para Vida Silvestre Urbana

Los corredores para vida silvestre urbana no son meros pasajes segmentados en una malla de cemento y ladrillo; son, en realidad, las arterias neurales que reptan entre la selva de asfalto, desafiando el orden caótico del concreto con una lógica de raíz y fuga. Son filamentos del tiempo suspendido en un losano de ruido humano, buscando la compatibilidad del golpe de gaviotas que comparece a la orilla del río con la quietud de un murciélago que cuelga en la penumbra de un callejón. La construcción de dichos corredores es una tarea que casi parece diseñada por un enigmático orfebre que decide, en su desvarío meticulosamente controlado, convertir la ciudad en un organismo vegano, con espacios que respiran vida en un mundo que olvida cómo se hace para escribir en la piel de su propia fauna.

Los expertos en urbanismo ecológico componen más o menos la partitura de esta sinfonía que intenta, contra toda lógica preestablecida, dialogar con lo salvaje sin convertirse en un zoológico urbano. No es que únicamente se traslade la fauna, sino que se le ofrezca una forma de existir en una trama de conexiones arteriales —puentes, pasos elevados, túneles verdes— que asemejan a un sistema linfático que transporta células de la biodiversidad a través de la masa humana. Imaginen, por ejemplo, un corredor que atraviesa un centro comercial en desuso, convertiendo su estructura en un mosaico de pocitos verdes y árboles colgantes, un pasaje que no solo unte en la ciudad una vena, sino que insufle a la ciudad vegetal un pulso propio, un latido de infinitas vidas que anidan en el intersticio de lo cotidiano.

Casos prácticos no escasean, aunque muchos aún parecen meramente experimentos de acuario en cajas de cristal; aquellos que desafían la fría indiferencia de la queja urbana. El corredor de la Reserva Natural Urbana en São Paulo es un ejemplo de esa audacia que resulta en una especie de collage de especies nativas que, como bailarines en un escenario improvisado, cruzan entre los edificios que en otros tiempos solo servían para almacenar la sombra de unos pocos árboles. Hay también la hazaña de la Ciudad de México, donde el proyecto de corredores ecológicos contempla la integración de zonas verdes en las avenidas principales, transformando los pasos peatonales en puentes agigantados en forma de cascada vegetal que conectan parques y humedales en una suerte de circuito que funciona como la red capilar de un organismo viviente.

Una anécdota concreta, con tintes casi míticos, relata cómo en Barcelona, durante una tormenta inusitada en 2019, un pequeño zorro urbano encontró tras un pasillo de jardines suspendidos una grieta en la pared de un edificio y emergió, desorientado, entre bocinazos y graffiti, como si la ciudad le hubiera dado la bienvenida a un exiliado en su propio escenario. Esa pequeña invasión de la fauna local, relegada por la voracidad de lo construido, demuestra que los corredores no solo conectan animales, sino también generan un tipo de resistencia simbólica contra la privatización del espacio natural. Es una obra en construcción que no pretende, al menos en la superficie, ser perfecta; más bien, una tentativa de que la ciudad deje de ser una prisión para sus habitantes biológicos, permitiéndoles recorrer los pasajes menos transitados como si fueran las avenidas de un sueño regenerador.

Ocurre también que estos corredores, si bien parecen un acto de magia, articulan en realidad un diálogo con la locura de lo posible y lo improbable. Aunque algunos puedan tildarlos de utópicos, en realidad representan una irrupción de la naturaleza en la rutina mecánica de las metrópolis. La flora y la fauna no solo encuentran en ellos un paso, sino una forma de memorizarse en el chaqueo de las avenidas: un reflejo del eco de lo que alguna vez fue o podría haber sido. Así, estos corredores, más que enlaces físicos, son metáforas vivas de que la coexistencia quizá sea menos un acuerdo y más un acto de fe—en la capacidad del urbanismo para cambiar de piel, en la testarudez de una víbora que busca un rincón donde no le nieguen su lugar en el tablero de la ciudad-cosmos.